Oscar y el lobo


15/4/2008

Si existe un valor importante en la democracia, sin el cual aquella es inviable, es definitivamente la credibilidad. Cuando los ciudadanos sobre los que reside la soberanía popular, pilar del sistema democrático moderno, dejan de creer en las instituciones que representan al sistema, la decadencia es inevitable.

En Costa Rica hemos presenciado, con más pasividad de la que nuestra conciencia patria nos debería permitir, como las Instituciones más importantes de nuestra democracia, vienen cayendo desde sus pilares de respeto y admiración, hasta los subsuelos del asco. Esta lluvia de estrellas en desventura inició hace años con nuestro primer poder de la Repùblica. La Asamblea Legislativa se topó de frente con el cambio de la realidad política nacional, en la que grupos más diversos iniciaron su acceso al poder político al sentirse huérfanos de representación en las mayorías bipartidistas. Podemos afirmar sin lugar a dudas que el cambio atropelló a la Asamblea, que aun hoy se debate en la decisión política de modernizarse para convertirse en una cámara pluralista que garantice la acción política, o mantenerse atada de manos para servir de “excusa oficial” ante los fracasos gubernamentales.

El mareo celeste continuó con la caída vertiginosa de la credibilidad en los gobernantes, en el Primer Mandatario y su equipo de gobierno. Atacado por dos frentes: la corrupción y el clientelismo político (que ante la inoperancia de la Asamblea Legislativa, ya no puede pagarse su precio), la figura del Presidente de la República ha perdido tanta credibilidad, que incluso figuras públicas que ya gozaban de gran aceptación en la ciudadanía, se devalúan al cruzarse con la jefatura de Zapote.

Paralela a la caída de la figura presidencial, hemos presenciado la pérdida acelerada de credibilidad de la ciudadanía en el Poder Judicial. La inoperancia del sistema de justicia costarricense es tan bochornosa que los ciudadanos la han sentido como una afectación personal hacia ellos. Sea porque sus procesos judiciales tardan siglos en resolverse, porque los fallos de sus diferentes salas se alejan escandalosamente de la ley para acomodarse a intereses particulares de grupos económicos de interés, o porque en lugar de mostrar mano dura contra la delincuencia, pareciera que la favorecen con sus diferentes fallos.

La peor de todas estas caídas es la que ha tenido últimamente el Tribunal Supremo de Elecciones, mencionado acertadamente como el cuarto poder de nuestro país y que por sus actuaciones en los últimos procesos electorales, sobre todo los del 2006 para presidente y diputados y más tarde para munícipes y los del 2007 para definir el referendum sobre el TLC. En el caso de este alto tribunal, debe mencionarse que también la inoperancia de la Asamblea Legislativa le ha afectado, ya que las reformas urgentes que requiere para responder a las nuevas necesidades que tiene el sistema electoral nacional, están empantanadas entre los cientos de proyectos que los diputados alegremente entierran un día si y otro también.

Ante la evidente decadencia de nuestro sistema democrático, nuestro Presidente ha asumido la peor actitud imaginable, lejos de tomar acciones urgentes para generar un cambio en la percepción de la ciudadanía, se ha dedicado a utilizar medidas ajenas y contrarias a la democracia, como las oprobiosas técnicas de miedo que hemos visto en los útlimos meses, que no solo acentúan la crisis de credibilidad, sino que hace un daño enorme al sistema ya de por si debilitado: provoca que la desconfianza se convierta en terror y en miedo a la realidad en la que se vive.

La acción del Presidente es aun más dañina cuando con el paso del tiempo, las mentiras sobre las que ha jurado y empeñado su credibilidad, se están cayendo una por una. Desde la posiblidad legal para reelegirse y la necesidad de contar con su participación por segunda vez en la presidencia, hasta las enormes mentiras ligadas al TLC: Que su aprobación era la única salida para que el país no se derrumbara en una crisis económica apocalíptica, que el gobierno estadounidense nos castigaría con fuegos eternos si le hacíamos el desprecio de no aprobar el tratado, que si no se aprobaban las leyes de implementación antes de cierta fecha, el tratado ya no entraría en vigencia, que a finales de abril quedaremos fuera de la Iniciativa de la Cuenca del Caribe y muchas más. Todas se han ido desmintiendo a lo largo de su mandato, y otras quedarán al descubierto en los próximos días, como la de la ICC que según lo jurado por don Oscar, se cerrará como la puerta negra – con tres candados – a finales de este mes.

El más grave efecto que tiene la actitud presidencial es que, como en el cuento de Pedro y el Lobo, cuando realmente el país requiera del concurso de todos para atender un tema de vital importancia para el país, no contará ya el Nobel con la credibilidad necesaria para hacer la convocatoria. Esperemos que no pase nada que requiera de dicho llamado, porque el problema más que para él mismo, será para todos los costarricenses que afrontaremos las consecuencias de mantener un presidente ilegítimo en un puesto que no merece.

Tenemos que rescatar a la Costa Rica democrática que tanto esfuerzo y trabajo costó a nuestros antepasados y que ahora está en nuestras manos. Tenemos que provocar los cambios necesarios para que las Instituciones democráticas recuperen su valor y su funcionalidad para el bienestar de todos. Tenemos que involucrarnos en los procesos democráticos que nos permitirán hacer esos cambios, ese es el camino que se nos abre y que por responsabilidad patria no podemos darle la espalda. Por nuestros hijos y por sus hijos, rescatemos este hermoso país de la desidia de un grupúsculo que no ha sabido gobernarlo.

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