Disparando al cielo

Cuando confundimos la diana, nuestros disparos se cargan de injusticia



Un esposo furioso descarga su ira contra su mujer, a la que golpea sin piedad, arrojándola contra el suelo. Su hijo, quien ha estado viendo la escena desde el resquicio de una puerta que nunca quiso abrir, siente como se contagia de toda esa violencia – la explícita y la contenida – sin saber a ciencia cierta qué hacer con esas sensaciones. Cuando llega a la escuela, luego de despedirse de su papá de un beso en la mejilla, los mecanismos infalibles que mueven las estrellas y hacen girar los planetas, le ponen frente a un niño, menor que él, mucho más pequeño, que no midió un escalón y tropezó lanzando su mochila en su dirección. Toda aquella sensación de desconcierto e impotencia de la que se cargó antes de venir a la escuela, encuentra un canal de salida, empuja hacia atrás al niño, con una violenta patada, solo para lanzarse sobre él, y molerlo a golpes.

Esta escena imaginaria, se repite tristemente a través de todo el mundo, expresándose en infinitas formas y grados de violencia, en los más impensados ambientes y situaciones.

Más allá de las situaciones que llevan a ello, tan estudiadas, tan conocidas por todos y aun así, tan presentes en nuestras vidas, directamente o en nuestros círculos sociales cercanos, lo cierto es que hay implícita una ceguera que he llegado a pensar que es connatural a la identidad humana.

Una ceguera de miras que, cuando se analiza a la distancia, es incomprensible.

En el caso imaginario que da inicio a este texto, el niño, víctima silenciosa del círculo de violencia que se vive en su hogar, sabe que el origen de su furia interna es su papá agresor, pero es incapaz de convertirlo en un blanco, es más, muy probablemente, por lo que se ha estudiado el tema, justificará de alguna forma las acciones que vio, para no tener que enfrentarse a la pérdida de uno de los seres más queridos en su corta vida, que además se ha convertido en una figura de autoridad que considera inalcanzable.  Pero toda esa energía destructora sigue corriendo por sus venas y necesita salir, y sale, en el peor de los momentos y contra una víctima inocente, a la que dispara sin piedad.

Aun más lamentable el caso de su papá, que probablemente acumuló toda esa furia en el trabajo, por el regaño desmedido de un jefe y apuntó a su esposa para descargarla, aun sabiendo en su interior que ella no es la fuente de su desazón.

Pero la ceguera de miras se da en todas partes, en situaciones más grandes y también en otras más pequeñas:
  • En el que fuma, aun sabiendo que su salud se está deteriorando, y en lugar de dirigir su energía a dejar el cigarrillo, y acabar con la fuente de la violencia que le ataca, se encierra a sí mismo, alejando a los familiares y amigos que, preocupados por su salud, le piden que lo deje.
  • En el que manejando, se va en un hueco, siente como su vehículo resiente un golpe que probablemente dejará secuelas en su estructura, pero en lugar de dirigir su enojo hacia quien tiene la responsabilidad de mantener la carretera en buen estado, le grita una diatriba de improperios al primer conductor que a su juicio ha realizado un movimiento indebido en la carretera.
  • En el cliente del banco que haciendo una fila kilométrica, llega luego de una hora de espera a la caja y descarga su desazón en el cajero, aun y cuando los responsables por no tener suficientes puntos de atención son otros, siendo el cajero una víctima más de las malas decisiones de negocio.
  • O que tal el trabajador que ante una necesidad le pide a su jefa vacaciones y ésta se las niega, porque no siguió el procedimiento formal, y se desquita con un día entero malhumorado, que tienen que soportar sus compañeros y clientes.
Pero la verdad es difícil elegir un enemigo. Normalmente tomamos las frustraciones y se las descargamos a quien nos parece que no nos van a soltar de regreso un par de golpes al hígado. Es una consecuencia de ese instinto animal a la supervivencia, que a veces supera la mente racional de la que tanto presumimos y toma el control de nuestras decisiones.

Y sin embargo, apuntar a la diana correcta es solo cuestión de entrenamiento, como todo en la vida. Tenemos que ser conscientes de nuestras decisiones, ojalá antes de tomarlas, pero mientras nos acostumbramos a ello, vale con que las revisemos luego de aplicadas, de forma que esa retroalimentación nos permita frenar antes de tomar la próxima decisión de tiro a un blanco equivocado.

No sigamos disparando a las dianas incorrectas. No sigamos contagiando violencia al mundo que nos rodea.